viernes, 1 de noviembre de 2013

Silvia Tendlarz: La falta de amor.

LA FALTA DE AMOR

SILVIA ELENA TENDLARZ

La vida amorosa es un esfuerzo continuo por alojar un vacío central, irreductible, que existe en la relación entre los sexos. El “mal de amor” se metamorfosea de acuerdo a los vaivenes del tiempo. En esta época, en la que el psicoanálisis devela que el Otro no existe ya y los ideales no organizan el estilo de vida de los sujetos (cf. E. Laurent y J.-A. Miller, curso 96-97), ¿qué particularidades presenta la interacción entre el amor, el deseo y el goce en las mujeres?
La “falta de amor” introduce una ambigüedad. El amor vuelve necesaria la falta: la demanda de amor también es de castración. Y el amor siempre está en falta. Mientras dura, logra suplir la falta de relación sexual. Pero no es una solución perenne al vacío incurable de cada sujeto, puesto que queda irremediablemente sujeto a las peripecias de las contingencias del encuentro. ¿Cuáles son sus vestiduras contemporáneas?

1.- El amor en hombres y mujeres
Los hombres no aman de la misma manera que las mujeres. Freud explica esta diferencia adjudicando el miedo a la pérdida de amor en las mujeres en el lugar de la angustia de castración de los hombres. Retomando la temática fálica, en los años 50 Lacan también analiza los laberintos del deseo y las peripecias del amor en la relación entre los sexos
Explica la clásica divergencia masculina entre el objeto de deseo y el del amor en términos del tener. En el amor, al dar lo que no tiene, se dirige hacia un objeto castrado cuya falta es velada a través del fantasma. Esto deja en suspenso su propio deseo de falo. La elección recae sobre un objeto que cobra valor fálico.
En las mujeres, el amor y el deseo convergen sobre el mismo objeto. Predomina “hacerse amar y desear” por lo que “no es” para obtener el falo añorado. Esta demanda de ser el falo las vuelve más dependientes de los signos de amor del partenaire, y hace emerger un matiz erotómano, diferente al amor fetichista del hombre.
La convergencia femenina comporta cierta duplicidad: su deseo se dirige al pene del partenaire que cobra valor de fetiche, mientras que su demanda de amor se dirige a la falta del Otro. No obstante, nada impide encontrar en las mujeres el mismo estilo de amor masculino. Lacan indica que el “íncubo ideal” es el “amante castrado o el hombre muerto” (prototipo del padre idealizado), condición de amor pero también de innumerables quejas y reproches dirigidos al partenaire: siempre hay algo que falta.
Se presenta así cierta oscilación. El amor produce en las mujeres una exaltación narcisista por ser una solución al Penisneid. La falta de amor es experimentada como una confrontación con el desamparo esencial del sujeto. Como contrapartida, puede tener un efecto desvastador: el potlatch amoroso es la prueba. Los estragos que produce en una mujer la relación con el partenaire obedecen al entrecruzamiento del amor con una zona donde el goce queda fuera del circuito fálico. Freud dice que nunca somos más desdichados como cuando perdemos nuestro objeto de amor. A esta afirmación Lacan añade que en el duelo se pierde lo que se fue para el otro. La mujer pierde entonces lo que el amor hizo de ella, los sentimientos que logró despertar y la solución que encontró a la falta en ser. No obstante, no existe un universal del amor en las mujeres. Cada una inventa la mascarada que la vuelve deseable y experimenta así su particular forma de amar.

2.- La satisfacción de una mujer, ¿depende del partenaire?
Lacan considera que la mística psicoanalítica introdujo la preocupación por el orgasmo en las mujeres. Una mujer no necesita experimentarlo para ser mujer. Por otra parte, define en los años 50 a la frigidez como una ausencia de satisfacción propia de la necesidad que es relativamente bien tolerada. La demanda de falo es colmada a través del amor. En cuanto al deseo, se lo  despierta en la relación con el otro: la mujer se tienta tentando, eso deja en suspenso su satisfacción.
A diferencia de algunos post-freudianos, e incluso del propio Freud, que relacionaban la frigidez  al desempeño sexual del partenaire, Lacan considera que los “buenos oficios" del compañero anhelado no levanta la anestesia sexual. Esta afirmación, tal vez enigmática, se vuelve el anticipo de su nuevo planteo en torno a lo que denomina en los años 70 la “pretendida frigidez”: se trata de un trastorno epistémico. Las mujeres pueden no querer saber nada del goce suplementario que experimentan. Más allá del falo, algunas mujeres –o también algunos hombres en posición femenina- experimentan un goce del que nada pueden decir. También pueden esforzarse por ignorarlo.
El goce y la satisfacción no son equivalentes: gozar implica también sufrir. No debe confundirse con la satisfacción sexual. Por otra parte, las estrategias frente al amor y al deseo producen satisfacciones relacionadas con el partenaire. En cambio, del lado del goce, la satisfacción no depende del partenaire. El goce, autoerótico, vuelve solitarios a los miembros de la pareja. Al gozar, el otro se desvanece. La mujer, dice Lacan, al experimentar el goce suplementario, tiene a la soledad como partenaire. También el hombre queda a solas con su órgano. Jacques-Alain Miller indica que la única esperanza se encuentra del lado de la castración: obliga a encontrar el complemento de goce que falta en el Otro tramitado vía el fantasma. El compañero elegido reviste al que en definitiva es el partenaire esencial del sujeto: el objeto (a). Este anudamiento transforma a la pareja en un síntoma y se vuelve la fuente del malestar entre los sexos. Si los síntomas cambian a través del tiempo de acuerdo a los significantes que circulan en los discursos reinantes, las parejas-síntomas también se vuelven solidarias de estas metamorfosis.

3.- Las mujeres y el amor en el siglo XXI
¿Cómo repercute la inexistencia del Otro en la vida amorosa de las mujeres? En lo esencial, nada de lo expuesto hasta ahora se modifica. Lo que cambia son las vestiduras con que se presenta la vida amorosa y la radicalización del malestar entre los sexos. Los ideales alojaban la institución conyugal y otorgaban lugares diferenciales para hombres y mujeres. El declive de la figura paterna modifica los pactos entre los partenaires. Por otra parte, la maternidad, como posible solución al Penisneid, no queda enlazada necesariamente al partenaire. Los avances científicos permiten que las mujeres decidan tener hijos por su cuenta; la sociedad aloja sin prejuicios a las madres solteras; y las legislaciones intentan responder a la multiplicación de situaciones que se generan con las nuevas formas de reproducción.
El impacto se hace sentir sobre las mujeres: si no poseen ya el lugar simbólico que encontraban en el Otro, deben buscar un “estilo de vida” que les otorgue el límite fálico que necesitan por estructura. El extravío se multiplica: los hombres quedan capturados por gadgets con que satisfacer su goce autoerótico; se libran así del peligro de la confrontación con el Otro sexo y del  precio que deben pagar para amar: exponer su castración. Algunas mujeres se mimetizan con los hombres y quedan apresadas en una reivindicación fálica para tramitar la falta del lado del tener –solución propia de la histeria-. Otras toman cada vez más la iniciativa frente al exceso de cautela masculino, feminizando así su objeto de conquista. El lamento de “no hay hombres” tiene una doble faz: ningún hombre responde al íncubo ideal –todos están igualmente castrados frente al padre-, y también expresa una degradación de la vida amorosa del lado femenino. Al transformar a un hombre en la presa, no es apresada ya por su deseo de deseo sino que lo vuelve un objeto impotente, fetichizado, dentro de la serie del tener fálico. No encuentra así una salida ni para el amor ni para el deseo.  La inhibición y las formas depresivas son otras características de nuestro tiempo. Las mujeres retroceden frente al deseo, resignadas a la imposibilidad del encuentro y se enclaustran en su goce solitario, con el consiguiente efecto depresivo que conlleva.
En realidad, no puede tramitarse la relación con el partenaire exclusivamente en el contexto de la dialéctica fálica. Lacan da una definición del amor que concierne al ser del otro. Se ama el saber inconsciente del objeto amado. En ese sentido, tal encuentro no hace serie.
La experiencia de goce implica la repetición, siempre diferente, que deja como rastro un conteo significante inconsciente. Los objetos que responden a las condiciones de amor constituyen una serie contabilizada como una suma de goce. Sólo el amor hace que para una mujer un hombre sea diferente a otro. Plantear el amor fuera de la dialéctica fálica permite entender por qué el amor experimentado a partir de la captación del ser del otro, dentro de un marco fantasmático específico, no se sustituye por otro. En la medida que aloja el desamparo esencial del sujeto, funciona como suplencia al vacío que existe en la relación entre los sexos, al inventar cómo operar con lo que resulta imposible de soportar del compañero elegido.
En estos tiempos, donde la velocidad y el cambio se vuelven el signo de la época, a veces, un verdadero encuentro amoroso, más allá de su duración en el tiempo, queda inscrito como único e inolvidable. Amar es una apuesta, dolorosa, llena de presagios e incertidumbres. No hay que resignarse a un discurso que estigmatice y perpetúe la falta de amor. Antes bien, se trata de buscar una y otra vez, en el azar del encuentro, el amor que se hecha en falta.


Buenos Aires,  mayo de 1998